Franco, el dictador, es un ‘okupa’ con traje almidonado de gala militar.
Estuvo casi 40 años aferrado al poder y lleva casi otros tantos invadiendo el Valle de los Caídos. Cuenta su nieto Francis que su abuelo no decidió ser sepultado en Cuelgamuros. Ese cabo no estaba atado y bien atado. Pero allí acabó.
Una comisión sobre Memoria Histórica quiere desenterrar al general de la voz atiplada y entregar los restos a su familia para que se los lleve a otra parte. La familia, claro, no quiere. Que su muerto no se mueve.
El argumento de los que quieren sacar a paseo a Franco apelan a que no murió en la Guerra Civil y, por tanto, debe molestar a los demás cadáveres. José Antonio se puede quedar presente, pues fue fusilado en la contienda y tiene derecho. Eso dicen.
A mí lo de revolver osarios me da repelús. Entiendo que haya familias que quieran recuperar los restos de sus parientes fusilados o muertos en la guerra del 36. Que lo hagan. Están en su derecho y es casi un deber genealógico.
Pero mover ahora los huesos de Franco no parece muy necesario. Ni hay que prohibir a unos honrar a sus muertos ni putear a otros aventando el polvillo de los suyos.
Al morir el dictador, el Rey pasó de delfín del régimen a demócrata convencido; los franquistas causaron mayoritariamente baja en la causa y una losa colosal, granítica y pesada selló una época política.
Peor es ‘meneallo’, amigo Sancho.
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