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martes, 15 de octubre de 2013
El rey que rabió
Érase una
vez un rey que regresó de un viaje a tierras lejanas. Ya en palacio, barruntó
la posibilidad de sumergirse de incógnito entre su pueblo, para divertirse y
tal. Más que nada. Y de paso, ver más allá de las murallas pétreas de la
residencia real, que te separan de la plebe en un santiamén y cuando te quieres
dar cuenta tus hijos peinan canas y tú estás hecho unos zorros.
El rey
propuso a sus secretarios, ayudantes y liantes su regia idea. Los susodichos se
acojonaron: si el rey salía de sus aposentos se daría cuenta de que el país
estaba en pelota picada, arruinado, asolado por la crisis y con la sociedad
soliviantada. Vamos, todo un señor estado de la cochambre. Pero el monarca se
salió con la suya, que para eso era rey, y se fue de pingo… y hasta se echó
novieta aprovechando el trajín. Si es que cuando eres rey hay que estar a las
uvas y a las maduras; a setas y a ‘rolex’. ¿O no?
Ruperto
Chapí le puso música a una zarzuela (vaya puñetera casualidad) cuya letra
tuvieron a bien escribir Ramos Carrión y Vital Aza y a la que pusieron por
nombre “El rey que rabió”. El mundo es chocante y está trufado de semejanzas,
aunque la realidad viene superando a la ficción y la crudeza al sainete. Como
se lo cuento.
He ido a
recalar en la comicidad de la obra mencionada de Chapí, que por cierto se
estrenó, también en el colmo de los colmos, en el Teatro de La Zarzuela, como
si no hubiera teatros en España para que luego un periodista cabrón venga a
hacerte recuerdos incómodos.
Todo lo que
está pasando en el cascarón monárquico español tendría gracia de no ser porque
da pena; pero pena de ponerse de todos los colores. Algunos llegan hasta el
violeta, que no es otra cosa que una mezcla de azul y rojo.
Ahora al Rey
parece que ya le dicen qué puede y qué no puede hacer. Adónde puede y adónde no
puede ir. Puestos a ser intervencionistas en los dictados y los movimientos
reales habría que haber tomado cartas en el asunto hace unas décadas y no
ahora, que para intentar arreglar, es un decir, un entuerto, dejas ciego al
Monarca. Ojos que no ven, corazón que no siente.
La Monarquía
ha entrado en una espiral tremendamente peligrosa. Tras un matrimonio modélico
de Don Juan Carlos y Doña Sofía (él, nieto de Rey e hijo de un rey renunciante
a sus derechos dinásticos; ella, hija de Rey en una república sin trono), la
Familia Real se ha conducido por los complejos caminos sólo triscados por la
plebe, pobretona y ramplona.
Primero, la
Infanta Elena le dio un portazo en las narices a Don Jaime de Marichalar
después de haber sembrado prole regia. Don Jaime tenía y tiene la raigambre de
la nobleza. Y con ella se fue a tomar vientos a tierras sorianas, donde los
niños juegan con armas y se arma la de Dios es Cristo.
Después, fue
la Infanta Cristina la que emparentó carnal y maritalmente con don Iñaki
Urdangarin, que le daba a la pelota que no veas. Y luego parece que ha pasado a
darle al pelotazo; todo está en los juzgados y el futuro dirá. Doña Cristina no
se ha separado de Don Iñaki, aunque cualquier española le habría puesto las
maletas en la puerta de casa a su hombre y le habría pegado un puntapié en sus
partes de ser verdad una miaja de lo que se cuenta del empalmado Duque de
Palma. Al final, toda la familia ha hecho el hatillo y ha puesto tierra de por
medio, aunque donde no llegan las manos llegan las puntas de las espadas… Y
donde hay internet no hay distancias.
Más tarde,
Don Felipe, tras haber picado de flor en flor, algo normal y corriente en un joven
bien plantado y con futuro prometedor y estable, aunque nada corriente, puso un
día TVE para enterarse de las cosas que pasan y se prendó de una presentadora
que le miraba imperturbable a los ojos. Y el Príncipe y la periodista comieron
perdices, sin llegar a saber si fueron si son o si serán plenamente felices.
Pero ése es otro cuento para el que hay varios finales. Ya escogerá el autor el
que enganche más.
Ahora andan
por ahí diciendo que si la Prinzesa tiene mal yogur y tal. Joder, si es que la
vida en Palacio ha de ser un dolor de cabeza y, además cuando enciendes el
televisor te encuentras en las noticias de La 1 a una tipa que te hubiera
gustado seguir siendo tú. Toma del frasco, que es de cristal de La Granja de
San Ildefonso.
Por último,
el Rey, Don Juan Carlos, Don Juanito, se pasa el día en el taller de
reparaciones, que no en un garaje cutrelux como Steve Jobs, que halló en él el
mecanismo de la máquina del poder del dólar.
Creo que al
Rey ya le han dicho que le van a echar de la mutua, que lleva más de tres ‘partes’
y que no le interesan clientes así por muy reales que sean sus posaderas y sus
caderas.
Cómo es la
vida, ¿verdad, Don Juan Carlos? De incuestionable a cuestionado; de intocable a
tocado; de mandador a mandado…
El Rey, como
todo hijo de vecino, tiene derechos y deberes. Entre los derechos está el de la
defensa de su imagen y, por ello, puede acudir a las instancias que considere
oportuno para lavar su nombre, si llega a ser necesario. Puede buscar el amparo
entre los periodistas y sus órganos. Puede mandar una carta haciendo valer sus
derechos de rectificación, si ha lugar, cumpliendo los tiempos y las formas que
rigen para el común de los mortales. Puede acudir, por último, a los tribunales
de Justicia. Poder, puede. Vaya si puede.
Una infanta
se divorcia, otra tiene a un marido en la picota judicial y el Rey se pone a cazar
elefantes a deshoras. Parece que la propia monarquía empieza a sentirse más
normal, más ciudadana, más plebe, más llana. Es ya una Monarquía moderna. O
sea, que no es Monarquía ni la madre que la parió, porque las monarquías pueden
ser de todo menos modernas.
Quiá! La
Monarquía es monarquía por lo que lo es, por las tradiciones, por el pies
juntillas, por los retratos de los pintores de cámara del Prado, por los
matrimonios de conveniencia más convenientes –te/ha/tocado otro perrito piloto-,
por tragar carros y carretas, por comer la sopa boba y para que las señoras
hinquen la rodilla en tierra al paso de SM y los caballeros se den un
barbillazo en el pecho para saludar con solemnidad al jefe de los jefes.
Si a alguien
no le gustan las cartas que le han tocado en la partida, aunque lleve póker de
reyes, siempre puede levantarse de la mesa con el rabo entre las piernas.
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